“En sus copas susurran el mundo, sus
raíces descansan en lo infinito, pero no se pierden en él, sino que persiguen
con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley, que
reside en ellos, desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos. Nada
hay más ejemplar y más santo qué un árbol hermoso y fuerte. Cuando se ha talado
un árbol y éste muestra al mundo su herida mortal, en la clara circunferencia
de su cepa y monumento puede leerse toda su historia: en los cercos y
deformaciones están descritos con facilidad todo su sufrimiento, toda la lucha,
todas las enfermedades, toda la dicha y prosperidad, los años frondosos, los ataques
superados y las tormentas sobrevividas. Y cualquier campesino joven sabe que la
madera más dura y noble tiene los cercos más estrechos, que en lo alto de las
montañas y en peligro constante crecen los troncos más fuertes, ejemplares e
indestructibles.
Los árboles son santuarios. Quien sabe
hablar por ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican
doctrinas y recetas; predican indiferentes al detalle, la ley primitiva de la
vida.
Un árbol dice: en mi vida se oculta un
núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la
tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre Tierra. Mi misión es dar
forma y presentar lo eterno en mis marcas singulares.
Un árbol dice: mi fuerza es la confianza.
No sé nada de mis padres, no sé nada de miles de retoños que todos los años
provienen de mí. Vivo hasta el fin del secreto de mi semilla, no tengo otra
preocupación. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos,
así como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros,
mientras no les escuchamos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la
brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren
una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no
desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es.”
(Extracto de El Caminante de Herman Hesse)