Tras muchos años de esfuerzos, un inventor descubrió el arte
de hacer fuego. Tomó consigo sus instrumentos y se fue a las nevadas regiones
del norte, donde inició a una tribu en el mencionado arte y en sus ventajas. La
gente quedó tan encantada con semejante novedad que ni siquiera se le ocurrió
dar las gracias al inventor, el cual desapareció de allí un buen día sin que nadie
se percatara. Como era uno de esos pocos seres humanos dotados de grandeza de
ánimo, no deseaba ser recordado ni que le rindieran honores; lo único que
buscaba era la satisfacción de saber que alguien se había beneficiado de su
descubrimiento
La siguiente tribu a la que llegó se mostró tan deseosa de
aprender como la primera. Pero sus sacerdotes, celosos de la influencia de
aquel extraño, lo asesinaron y, para acallar cualquier sospecha, entronizaron
un retrato del Gran Inventor en el altar mayor del templo, creando una liturgia
para honrar su nombre y mantener viva su memoria y teniendo gran cuidado de que
no se alterara ni se omitiera una sola rúbrica de la mencionada liturgia. Los
instrumentos para hacer fuego fueron cuidadosamente guardados en un cofre, y se
hizo correr el rumor de que curaban de sus dolencias a todo aquel que pusiera
sus manos sobre ellos con fe.
El propio Sumo Sacerdote se encargó de escribir una Vida del
Inventor, la cual se convirtió en el Libro Sagrado, que presentaba su amorosa
bondad como un ejemplo a imitar por todos, encomiaba sus gloriosas obras y
hacía de su naturaleza sobrehumana un artículo de fe.
Los sacerdotes se aseguraban de que el Libro fuera
transmitido a las generaciones futuras, mientras ellos se reservaban el poder
de interpretar el sentido de sus palabras y el significado de su sagrada vida y
muerte, castigando inexorablemente con la muerte o la excomunión a cualquiera
que se desviara de la doctrina por ellos establecida. Y la gente, atrapada de
lleno en toda una red de deberes religiosos, olvidó por completo el arte de
hacer fuego.
(En: "La oración de la Rana Vol 1" - Anthony De Mello)
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